La escena se desarrolla en un patio manchego pintado de blanco y añil. Una madre amamantando a su retoño, rodeados por un sinfín de macetas mientras un milperras les hace la guardia. Si ella no llevara unas Converse, podría pasar por una foto de un siglo atrás. O dos, o tres. La imagen es una pura reinterpretación moderna de la Madonna litta. Alguno diría incluso que es un milagro en sí misma. Una madre joven disfrutando de la crianza de su hijo, en el cercao de un pueblo perdido de la España vaciada. Quién nos hubiera dicho, hace unos años, que tener hijos hoy en día sería síntoma de un afán revolucionario, casi diría que reaccionario. Volver atrás, no hacia un pasado idealizado, cubierto por antiguos valores y formas caballerescas, sino a nuestros instintos más primarios como último bastión de la razón.
No contenta con haber posteado tremenda herejía, la joven madre, que de joven lo tiene todo pero de tonta nada, escribe un artículo para El País, desafiando nuevamente a un sistema al que ya tiene cogido el punto. En un nuevo alarde de insurrección, se atreve en esta ocasión a alabar la amistad. La vieja. La que cuesta mantener. La de toda la vida. Esa que para las hordas que la atacan solo puede ser mencionada entre suspiros. Una quimera. Porque al final, ese es el resumen de todo. El poscapitalismo creó un nuevo tipo de humano, el homo Netflix, al que las cosas que producen felicidad inherente le recuerdan lo desdichado de su existencia. Le recuerdan que no todo tiempo pasado fue mejor por pasado, pero que sí fue mejor que lo que tenemos ahora. Que cuando acaba la serie y se come su menú a domicilio, las risas enlatadas dejan de sonar. Cuando apaga Twitter y deja de hacer el activismo, este nuevo hombre recuerda que ha sido cómplice de la violación de un niño solo para que el falso ídolo de la madre no acabara de mierda hasta el culo. Ana Iris martillea sus conciencias y les exprime hasta la última de sus lágrimas, recordándoles que han perdido todo vestigio de lo que les hacía humanos. Ahora son otra cosa. Podemos llamarlo izquierda española, o la escombrera moral más abyecta de Occidente.
Sobre si hay o no una izquierda salvable, no tengo una opinión clara. De verdad espero que sí. O si no es rescatable en bloque, sí de forma individual. Ana Iris es el claro ejemplo de que no hace falta ser Houellebecq para decir cosas sensatas. No pedimos más. Decir cosas atribuibles a un ser con conciencia de la diferencia entre el bien y el mal. Aunque quizá ese sea el problema. Que los ejes y la geometría del espacio político se han quedado desfasados. Que ahora el mundo se divide entre cuerdos y monstruos. Que izquierda y derecha ya no representan nada. Y que si eres capaz de defender la violación de un niño por pura militancia, perteneces a un lado, y si disfrutas viendo a una madre joven dando de mamar a su crío, estás en el otro.