Gritos al abismo

Hace unos meses estaba hablando con un amigo mío mientras volvíamos en autobús, sobre política y un artículo que yo había escrito, cuando me hizo la pregunta: “¿Te gusta escribir?”. Sin pensarlo demasiado respondí que sí, aunque ahora me doy cuenta de que mentí, a mí mismo. La realidad es que no me gusta escribir y pienso que el mejor futuro, aquel por el que trabajamos todos nosotros en la medida de nuestras posibilidades, es ese futuro en el que no tengo la necesidad de escribir. Lo que hago no es escribir, sino transmitir, y sólo da la casualidad de que la escritura es la mejor forma para hacerlo. Escribo porque no tengo la opción, si soy fiel a mí mismo, a mis creencias y a mi voluntad de poder, de no hacerlo. Si no hago yo extensos ensayos defendiendo “lo indefendible”, ¿Quién se supone que lo va a hacer?

Yo no soy político, ni tengo la intención de serlo, me falta el carisma y la insensatez necesarias para ello. Soy alguien que de haber nacido en otra época quizá se habría conformado con lo sencillo, la bendita ignorancia sobre los males que ciernen al mundo. Alguien que, por las circunstancias en las que nos encontramos se ha visto empujado a transmitir lo poco que un servidor puede aportar, porque no puedo estar quieto viendo cómo todo se marchita y quienes dicen representarme no hacen más que dar palos de ciego. Pese a mis alabanzas a la grandeza, a los héroes que cambian la historia, no aspiro a ella como tal, sino a iluminar con un candil el camino a aquellos que crean ser dignos de tal posición.

Creo que estamos todos, algunos más, otros menos, bajo esta misma presión. Pese a que no tenemos la fuerza de Atlas para sostener el mundo sobre nuestros hombros, sí quiero creer que tenemos la tenacidad de Hércules para realizar los doce trabajos, en nuestro caso una tenacidad necesaria para mantenerse de pie en un mundo en ruinas. No quiero mentir al lector, puede que todo lo que hacemos sea completamente inútil, como gritar al abismo, pero quisiera pensar que el eco de nuestras voces puede ser escuchada incluso por aquellos que están atrapados en el fondo. En estas ocasiones recuerdo el “Romance del prisionero”, escrito por alguien con quien muchos de nosotros compartimos nombre: anónimo.

Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba el albor.
Matómela un ballestero;
dele Dios mal galardón.

Seamos la avecilla que canta el albor; aunque acabe en tragedia, no ha sido en vano pues su canto ha llegado, puede que, sin saberlo, a quién más lo necesitaba. En nuestra tenacidad, no en nuestro número, está nuestra fuerza.

Últimos artículos

Gordo tetón asiático

Filicidio

La horda rusa

Artículo anteriorDios todo lo ve
Artículo siguienteAplaudirse

Artículos similares

Leave a reply

Please enter your comment!
Please enter your name here