Nikah

Me veo obligado a empezar este artículo con una advertencia, por lo controvertido de su naturaleza. Este es un tema lo suficientemente delicado como para indignar las sensibilidades de aquel lector pillado de improviso. Por tanto, antes de iniciar la lectura quisiera hacer énfasis en que este no es un artículo defendiendo la violación, ni incita al abuso físico contra el cónyuge. De ser interpretado como este último, debe ser sabido que esos actos resultarían en un crimen contra la institución matrimonial y la familia. Quedan advertidos tanto aquellos de malas intenciones como aquellos de malas comprensiones.

El concepto de “violación conyugal” es relativamente moderno. En Estados Unidos fue considerado un crimen por primera vez sólo desde 1975 en Nebraska, y para 1993 se había convertido en un crimen en todo el país. En España la criminalización se dio en 1992, cuando la justicia negó el llamado deber conyugal, como viene explicado en la Biblia:

El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con el marido. La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración; y volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia.

1 Corintios 7:3-5

Es cuestión de preguntarnos por qué el concepto de “violación marital” resultaba risible a nuestros predecesores antes de la década de los 70. O bien eran hombres malvados e ignorantes como postulan las feministas, arpías cuya honestidad intelectual no puede tenerse en buena consideración, o bien hay algo que escapa a nuestra actual comprensión. Yo opto por investigar y discurrir sobre esta segunda opción.

El matrimonio es un vínculo indisoluble. En su seno, por la propia naturaleza de la institución, a los cónyuges les son conferidos ciertos deberes y responsabilidades mutuos; uno de ellos es el deber de suplir el deseo de aquel a quien hemos jurado amor eterno. En otras palabras, el matrimonio es el consentimiento, dado una vez y para siempre de forma irrevocable, para consumar el amor. El lector habrá leído confuso el título de este artículo, sin entender qué significa o a qué hace referencia. He decidido usar como título este término árabe –nikah (نكاح)—, porque es la palabra que con más frecuencia los árabes utilizan para referirse al matrimonio. Sin embargo, nikah tiene un doble significado, siendo tanto “matrimonio” como “coito”, por lo que la relación entre ambos queda clara.

Los lacayos de la doctrina feminista deben vivir en una contradicción constante. Por una parte, consideran la relación carnal algo tan insignificante como beber un vaso de agua, y que por tanto no necesita la regulación social. Por la otra parte, lo consideran algo increíblemente traumático. He llegado a leer que el adulterio es preferible a la “violación conyugal”, algo que me parece incomprensible, ¿cómo exactamente es la consumación con quien se supone será tu amor hasta que la muerte os separe, en la salud y en la enfermedad, la riqueza y la pobreza, tan atroz como para preferir ser engañado? Porque seamos claros, aquel matrimonio en el que la deuda marital queda olvidada es el más vulnerable a ser victima de la lujuria.

Aquel que se niega a su cónyuge actúa injusta e inmoralmente contra el orden matrimonial. De hecho, llega a subvertirlo porque acaba con el concepto de matrimonio como “consentimiento irrevocable”. Lo convierte en algo que debe ser consentido a cada momento, se vuelve disoluble, y se convierte en una herramienta más a usar en contra de la pareja, alterando la jerarquía de poder. En Lisístrata, una de las famosas comedias griegas de Aristófanes, el argumento gira en torno a la idea de “huelga sexual”, por la cual las mujeres rechazarían a sus maridos hasta que renunciaran a la guerra. No por nada es una obra tan reivindicada por las feministas.

La razón por la que durante tanto tiempo se esperaba hasta el matrimonio, era en parte porque es la única forma de demostrar consentimiento. La violación se puede definir como tomar aquello a lo que no se tiene derecho a tomar, y el matrimonio es el ritual que concede este derecho plenamente. Criminalizar el débito conyugal, equiparándolo al rapto, es más perjudicial para la institución que los casos más graves y excepcionales de abuso.

Crear una alarma social contra el que toma lo que es suyo por derecho natural, aunque lo haga por medios injustos, en vez de contra el hecho de que se esté destruyendo ese mismo orden natural, es lo que realmente hay que combatir.

Nos preguntamos la siguiente cuestión: ¿qué ocurre en aquel matrimonio en el que uno de los cónyuges niega el debito nupcial al otro por perpetuidad? Si creemos que el matrimonio es indisoluble y por tanto rechazamos el divorcio libre, la nulidad matrimonial en este caso queda descartada. De ser esta la solución, sería de facto una especie de divorcio, ya que sólo habría que negarse intencionadamente a la pareja para conseguir el divorcio. Antiguamente al ser esto un pecado, existía la amenaza de ir al infierno. Por supuesto, esto cubre aquellos casos en el que el rechazo no está justificado. Una esposa estaría justificada en rechazar los avances de su marido, por ejemplo, si este fuera excesivamente lujurioso, y “saciar su deseo” incluyera prácticas indignas como la sodomía, en cuyo caso es el marido quien está en error.

4. A la cuarta hay que decir: El esposo, en virtud de los esponsales, tiene ya derecho sobre la esposa. Por ello, aunque peque al emplear la fuerza, no comete rapto. Por eso dice el papa Gelasio: “La ley de los reyes antiguos dice que se comete rapto cuando una joven no desposada es robada con violencia”.

Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, c.154 a.7-8.

Finalmente, concluimos que la “violación conyugal” y la violación genérica no constituyen el mismo crimen, dado que un elemento traumático no es sólo la violencia, sino también que pierde la elección sobre la pareja sexual. Esto no ocurre así en el matrimonio, en el que la pareja ya ha sido elegida y a quien se ha dado consentimiento de forma irrevocable. Por tanto, el factor traumático es el uso de la violencia y no el acto en sí, lo que significa que la “violación conyugal” no tiene diferencia alguna con el abuso doméstico genérico, y por lo tanto no deben ser crímenes diferentes. En todo caso, este crimen debería castigarse por ser realización arbitraria del propio derecho, es decir, el delito que corresponde a tomar aquello a lo que se tiene derecho, pero mediante la violencia y contra ley, castigado con pena de seis a doce meses de prisión (Código Penal 455.1).

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