Nombres, metafísica y mística

Durante un tiempo me ha fascinado la simbología y la metafísica que se esconde detrás de un acto que tenemos tan normalizado como es el de dar nombre a algo. Según es nuestro entendimiento, damos nombre a cosas que nos importan porque tenemos poder sobre ellas, y su propia naturaleza queda alterada después de ser nombradas. Las espadas empuñadas por el Cid ya no eran simplemente unas espadas cualesquiera, sino la Tizona y la Colada, las espadas que tenían el poder de infundir terror en el corazón de sus enemigos y que debido a su reconocimiento eran distinguidas así de otras espadas comunes. No resulta extraño pues que en la Biblia sólo Dios tenga la potestad de darse nombre a sí mismo, ya que nadie más tendría poder sobre Él:

Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.

Éxodo 3:13-14

No sólo eso, sino que es el Padre quien da nombre al Hijo:

Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS.

Lucas 1:31

De igual forma Dios es quien da nombre al hombre, para dejar clara su autoridad sobre él:

Este es el libro de las generaciones de Adán. El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados.

Génesis 5:1-2

Si seguimos esta lógica, que sólo Dios es capaz de nombrarse a sí mismo, y que Dios da nombre a Adán, resulta pues curioso que no sea Dios quien da nombre a la madre de la humanidad, sino que sea Adán, estableciendo que la autoridad del hombre está sobre la mujer:

Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes.

Génesis 3:20

Todo esto concuerda con el siguiente versículo de corintios:

Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo.

1 Corintios 11:3

No es el hecho de dar nombre lo que otorga poder sino viceversa, sólo puedo nombrar aquello sobre lo que tengo poder, la capacidad de dar nombre a algo requiere tener autoridad sobre aquella cosa que lo recibe, de lo contrario sería un acto sin significado, porque no podría ser respetado y fácilmente podría ser ignorado. Cuando algo pasa a ser propiamente mío, o, dicho de otro modo, forma parte de mi propiedad, recibo el privilegio de nombrarlo de acuerdo con mis deseos como vea oportuno con el fin de reconocerlo como tal.

En la literatura encontramos distintas representaciones de este hecho, en alguna ficción fantástica las bestias salvajes carecen de nombre y de razón, hasta que son nombradas por una persona que ha conseguido doblegarlas y por lo tanto ha conseguido autoridad sobre ellas. Este hecho en algunas ocasiones altera la naturaleza de la bestia hasta que cesa de ser una, la dota de razón, otorga fuerza e incluso puede llegar a cambiar su forma para asemejarse más a la humana. En otros casos vemos la perdida del nombre como un castigo; aquello que habiéndolo tenido pierde su nombre pierde su esencia, su existencia queda reducida a la nada. En las representaciones más fantásticas sus familiares y amigos se olvidan de ellos una vez pierden el nombre, lo que vendría a significar que aquello que no tiene nombre es más fácil de olvidar.

Podemos extender también este concepto a los apellidos, un apellido denota pertenencia a un linaje familiar y nos ata a éste. Si el nombre implica la atadura a la autoridad de nuestro padre, el apellido implica el lazo a la potestad de nuestros ancestros más lejanos, aquello que hemos heredado y que debemos dejar en herencia a nuestra prole, incluido el honor o la vergüenza asociados a éste. Las especificaciones por supuesto varían según cultura, en algunas de Asia y Europa es normal que el apellido vaya antes del nombre, indicando su mayor importancia. En algunas la madre pierde su apellido y adopta el de su marido, como señal de su autoridad sobre ella. En la gran mayoría los hijos adoptan el apellido del padre, pues mientras que la madre sabe con certeza que son sus hijos, otorgar su apellido es la única manera que tiene el hombre de reconocerlos como suyos.

Esta metafísica, esta mística que establece la autoridad como condición para nombrar, lleva a la conclusión de que cambiar nuestro nombre por voluntad propia es un acto de “liberación”. Nos establece como nuestros propios amos, es rebelión contra el orden natural al desafiar la autoridad natural de los padres sobre sus vástagos. En el caso del transgénero, que se refiere a su nombre real como «nombre muerto», es una rebelión contra la propia naturaleza, de lo cual no puede salir nada bueno, como aquel necio que desafía a la gravedad creyendo que puede volar.

Por supuesto, hay un nombre con el que se nace, con el que somos presentados al mundo, y otros nombres que se ganan, bien por dignidad o por infamia. Rodrigo Díaz de Vivar tenía como título el de Cid, como quien es nombrado caballero. Dejar ver nuestro nombre no es un deber, es algo que concedemos a aquellos que han ganado nuestra confianza y a quien podemos revelar la autoridad de nuestros padres. Cuando Odiseo, el protagonista de La Odisea, está atrapado en la caverna del temible Polifemo, le dice al ciclope que su nombre es «outis» (nadie). Cuando toman una lanza e hieren a Polifemo en su único ojo, sólo puede gritar que «nadie le ha hecho daño»,con lo que nadie acude a su ayuda y consiguen escapar. Pero por orgullo, según abandonan la isla en barco, Odiseo le revela su verdadero nombre a Polifemo, sin saber que es hijo de Poseidón y, sabiendo su nombre, Polifemo maldice su nombre, lo que posteriormente casi le cuesta la vida a Odiseo. Vemos pues que sólo cuando el héroe revela su nombre en el último momento es cuando queda vulnerable.

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