Me aterra morir. Y eso que soy cristiano. Lo cual, creo, me convierte en un mal cristiano. No me da miedo la muerte, porque sé qué hay después. Bueno, saberlo no lo sé, porque nunca he estado muerto. Sé lo que dice Dios que pasa cuando mueres. Y como de momento no me ha dado motivos para desconfiar de lo que dice, me lo creo. Eso no quiere decir que no sienta un profundo temor irracional a morir, a dejar de ser. Me molesta especialmente ir paseando por el parque y pensar que el jodido árbol que tengo delante seguirá ahí cuando yo ya no esté. Tengo muchos amigos a los que morir, plin. Ni fu ni fa. Pues te mueres y ya está, me dicen. Como diría Tamara Falcó, «me muero, un poco de purgatorio, y a lo mejor al cielo». Pues vale. Pero yo no puedo quitarme de la cabeza al puto árbol.
Juan Pablo II denunció en su encíclica Evangelium vitae los peligros de la «cultura de la muerte». O, dicho de otro modo, todos los atentados contra la dignidad humana —desde el aborto hasta la eutanasia pasando por la experimentación con células madre— que favorece un clima social que justifica tales atentados en nombre del progreso y de la libertad individual. Él sabía, como lo sabemos nosotros ahora, que la veneración de la muerte como medio para conseguir un fin solo podría acarrear el desarme de la conciencia ética occidental hasta reducirla a un montón de escombros. Esa ética alejada de Dios y, por definición, en contra suya, ha encontrado en el capitalismo un refugio en el que anidar y, posteriormente, expandirse. Hilaire Belloc asoció el nacimiento del capitalismo al ateísmo. Y razón no le faltaba. Aunque a muchos votantes derechistas les hayan intoxicando metiéndoles el miedo en el cuerpo con que viene el comunismo, mientras el capitalismo arrasaba sus formas de vida tradicionales convirtiendo a un país tras otro en copias iguales e impersonales de chatarra neopagana. El capitalismo basa su entera existencia en extirpar del individuo cualquier atisbo de empatía y espíritu colectivo, y usa lo que algunos portavoces bienpagados llaman el «marxismo cultural» para lobotomizar a sus pobres adeptos. Juan Pablo sabía que el capitalismo es el hijo predilecto del comunismo y que es, al menos, tan destructivo como éste: su consecuencia inevitable. Y sabía, en fin, que no es solo una fórmula económica nefasta, sino una filosofía que socava la conciencia colectiva y que encuentra en la muerte un poderoso aliado para la refinación de la productividad del sistema.
Me aterra morir. De verdad. Pero me aterra más que las futuras generaciones crezcan considerando la muerte una forma plausible de solucionar sus problemas. Que piensen que arrebatarle la vida a un bebé sea el equivalente metafísico de abrir un brick de leche usando el abrefácil. Me aterra que nadie sienta pena por la hija de Juan Simón, ni de él, por haber tenido que enterrarla. Quizá sea bueno que sintamos miedo a la inexistencia. Así quizá asumamos la condena involuntaria a la que estamos sometiendo a los que dejamos atrás. Yo me marcho a dar un paseo, que es tarde ya. Pero me voy con un serrucho. Es la última vez que ese puto árbol me mira con condescendencia.