Malentender

Cada época tiene sus pecadillos de moda y, de los 7 pecados de capital, el malentender es uno de los que definen la nuestra. No debe ser confundido con entender mal, que no solo no es pecado, sino que es típico de gentes sencillas y, por lo tanto, buenas. Para malentender hay que proponérselo y es esa voluntariedad lo que lo hace feo a los ojos de Dios, por mucho que lo aplauda el mundo. El malentendido hace un esfuerzo activo por tomar la peor versión de lo que ha percibido. No es sencillo: de una plétora de posibles interpretaciones lógicas y entendibles hay que hacer el esfuerzo de crear aquella que genere malentendido. Esto, que en el amor de pubertos se da en forma de pecadillo, se convierte en un auténtico arte u oficio en el gremio de los malnacidos. 

Creo que todos conocemos miembros de dicho sindicato. Son personajes agrios que a cada evento o comentario te llevan al huerto de los líos. A cada frase que escuchan le encuentran un colectivo ofendido, una especificación mal hecha o, a falta de material, incluso un olvido. Y es que con el malentendedor no basta con decir las cosas bien, sino que además hay que estar atento a lo que uno no ha dicho. El tipo es pesado, pero pesado por derribo.

Malentender como pecado suele ir de la mano de la mastraumación, aunque en caso necesario sea vicaria. Se puede combinar con hacerse el ofendido en nombre propio o de otros. También encaja muy bien con el academicismo soplapollero de matices insulsos y urticantes que aporta poco más que prurito en los huevos. Es el malentender de nota a pie de texto: no hacía falta, pero te llena un hueco.

La conversión del malentendido es difícil, pero omnia possum in eo qui me confortat, que al caso se podría traducir como “todo se cura con que te meta una buena torta”. La sanación lleva tiempo y pasa por el mucho escuchar, poco gruñir, olvidarse de uno y aprender a reír. La etiología probada del asunto es que los síntomas mejoran con el consumo de birra.

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